A la puerta del laberinto, o dentro de él, ese recurso es poco útil
Entramos en un laberinto con la respiración agitada, a veces con ganas de seguir, con curiosidad o con el instinto de supervivencia encendido.
Quiúbole, ¿qué tal el cierre de marzo? el año tiene ganas de irse muy rápido.
Hoy quiero hablar de laberintos. De esos lugares que se encuentran perdidos entre la realidad, la oscuridad de la memoria y los rincones de la comprensión inconclusa.
Creo que todo el mundo ha enfrentado alguna vez el momento en que las narraciones sobre aparecidos fantasmas, escenas místicas y de otro tipo en los que la razón y el conocimiento preexistente ya no alcanzan. Entramos en un laberinto con la respiración agitada, a veces con ganas de seguir, con curiosidad o con el instinto de supervivencia encendido.
Curiosamente, aunque invoquemos el conocimiento racional, a la puerta del laberinto, o dentro de él, ese recurso es poco útil. Se gasta y no alcanza para rescatarnos del miedo.
En la niñez del campo, los fantasmas eran un recurso fabuloso para hacernos estar en la casa cuando comenzaba a caer la noche. Mirábamos por la ventana, sobre todo en días de luna, rebeldes ante la prohibición de salir cuando aún quedaba día. No entendíamos y el potrero invitador clamaba por goles, rondas, guayabitas del perú dime cuantos años tienes tú. Entonces, la mano peluda, el padre sin cabeza y una legión completa de asistentes materno/parentales acudía para obligarnos a no salir, con los pelos de punta, esperando en cualquier momento el agarre frío, o la presencia glacial subida en un caballo.
Yo desarrollé una pasión por las novelas “de miedo” y me encerraba en el cuarto común, mientras hermana y hermanos se agolpaban frente al televisor para acompañar la novela y los programas de variedades que habían al inicio de la noche. “Los niños del maíz” “Cujo” y otro montón de las de Stephen King, pero también revistas de un extraño color marrón, comics traducidos por Editorial Novaro, con historias de terror.
Leía y leía hasta que el miedo ya no me dejaba respirar. Entonces salía y disipaba todas las imágenes en el cuarto donde estaba toda la familia. Muchas veces falló y la afición al terror la pagué caro, envuelto en una cobija tratando de no dejar un milímetro expuesto para evitar que llegara alguna bruja y me jalara las patas durante la noche.
Hubo encuentros con el miedo. De esos otros, que no tienen explicación y se van acumulando. Sonidos en la noche, resplandores, presencias que crispaban la piel y encontraban refugio pronto en alguna historia vieja y mil veces repetida. Jurábamos que se trataba de alguna bisabuela o familiar que se había ido sin avisar. “Dejaban cosas pendientes” decían, y por eso tienen que volver. Yo después pensaba ¿quién se habrá ido con todo arreglado?
La enfermera que velaba en la Cruz Roja
El viejo edificio de la Cruz Roja Costarricense había sido construido como un hospital. Decían que fue hecho para la guerra civil o antes, en la guerra de Barrios, la que generó la fundación allá en 1888. El ascensor era inusualmente grande, para albergar camillas y aparatos, además de que nunca funcionó. Siempre, por alguna razón misteriosa, lo reparaban y funcionaba unos cuantos días nada más.
Nosotros trabajamos en el quinto piso, y la peor idea que podías tener era tomar el ascensor los días golondrina en que funcionaba. La probabilidad de quedar atrapado por largas horas era demasiado alto para jugársela.
Después de las cinco de la tarde el edificio quedaba vacío, con la excepción del sótano, donde estaba el servicio de emergencias, y el quinto piso, donde estábamos nosotros, el equipo de comunicaciones.
De mis tiempos en comunicaciones de la Cruz Roja
Desde que empezabas a trabajar ahí, te contaban la historia de María, la enfermera que rondaba por el edificio cuando no quedaba nadie. María, decía la leyenda, había trabajado ahí cuando sirvió de hospital y su alma se había rebelado a partir, porque su vocación de asistencia humanitaria era más fuerte que la muerte. La cosa es que el espíritu de la enfermera atormentaba a la gente que por alguna razón se quedaba despistada entre las oficinas después de las seis.
Yo creía y no creía, hasta que un día….
Me había quedado de guardía nocturna en el quinto piso. Pasaba muchas horas en la radio de bandas internacionales, haciendo comunicaciones de radioaficionado con muchas partes del mundo. No había internet, y la posibilidad de hablar en tiempo real con alguien al otro lado del planeta era tan esotérica como la historia que estoy contando. La noche había estado tranquila y el puesto de radio que se llamaba TI0 Socorro Nacional no había tenido mayor trabajo. Los incidentes más pequeños se manejaban en la oficialía de guardia, 5 pisos abajo. Yo decidí dormir y me puse en la pequeña camilla de campaña que permitía acurrucarse en la misma cabina donde estaban los radios.
Como habíamos entrenado el oído para combinar sueño y vigilia, de pronto tuve un sobresalto. Un fuerte ruido de tacones se escuchó en el corredor al frente de nuestras oficinas. ¿Quién habría subido las escaleras interminables a esas horas de la noche? Una sensación rara me erizó por completo. El taconeo se había detenido justo frente a la oficina de al lado, que conectaba con aquella en la que yo estaba. Me quedé pendiente, por si se escuchaba la cerradura que daba entrada. No sonó, pero en unos segundos el taconeo ya no sonaba afuera, sino que estaba adentro. ¿Cómo mierda entró sin usar ninguna llave? Ahora sí que el viejo miedo, el que tenía dormido debajo de la piel, se soliviantó y puso el corazón a latir muy rápido. En la colección de mapas cartográficos que teníamos para hacer análisis de situación, se comenzó a escuchar más ruido. Alguien buscaba alguna cosa. ¿Pero quién? ¿quién entró, por qué entró, por qué a esas horas?
Si llegaba a cruzar la puerta batiente que daba acceso a las cabinas de monitoreo yo no sabía que iría pasar. Tendría que huir para salvar la vida, pero tenía que guardar el decoro, y la escapada despavorida no era una opción.
Continué con todos los sentidos alerta, hasta que volvió el sonido de tacones. Se acercó a la puerta, no sonaron las cerraduras y segundos después se alejaban por el corredor, al otro lado de las paredes. El sonido se fue apagando y después solo quedó el silencio. El terrible silencio milenario, el que llenaba las avenidas de los laberintos.
La cajita encontrada en la calle.
Siendo chiquillo me encontré una caja de fósforos en la calle. La iba a levantar, como cualquier niño curioso que quiere indagar lo que es y lo que pasó. Encontrar cosas en aquellos tiempos era una aventura, porque no había basura acumulada y las cosas que aparecían en los potreros y las calles de piedra eran una invitación a descubrir.
Creo que fue mi hermano quien me gritó que no la abriera. “Es un embrujo”, me dijo. “No la abra, porque le va a caer a usted”. La cajita de fósforos, tan pequeña y sencilla tomó una dimensión distinta, se hizo grande, pesada y hedionda. La tiré, pensando que quizás era muy tarde y que el sortilegio ya lo tenía yo encima. Creo que nada pasó, nunca lo sabré, pero la sensación emocionante de las cosas encontradas en la calle, se acabó. Supe después, muchas veces, de la cajita tirada en un corredor de la casa o en sitios donde la persona meta la encontraría y no podría evitar la fatalidad del encuentro ni el destino que invocaba el contenido: una moneda para que cayera la pobreza, un pedazo de pelo para enamorar y hasta maleficios potentes que podrían llevar a la enfermedad y la muerte.
Pero siempre recordaré aquella voz, la que estaba detrás de la puerta, a la hora del crepúsculo. Sobresalía en el murmullo de los rezos, entre la convocatoria de las palabras que parecían mantras y se convertían en una especie de grada mística, verdadera o no. La voz del brujo se encaramaba encima de las voces secundarias y de pronto dijo unas palabras secas, duras, incomprensibles. Segundos después un cuchillo, o algo parecido se clavó en la madera y toda la pequeña casa crujió. ¡Ya está hecho, dijo, ahora solo nos falta convocar al familiar!
La voz convocó al laberinto. Un laberinto viejo que está ahí desde el comienzo de los tiempos, creo que yo. Uno que quizás no tenga salida, como una serpiente que se muerde la cola.
El verdadero laberinto en Tivoli
Hace muchos años llegué a Copenhague. La hermosa ciudad en las orillas del Báltico. Caminé buscando la mítica sirenita. La Sirenita de Copenhague, que aparecía en libros y revistas de historia y de geografía. En la ciudad, varia gente me miró decepcionada y me dijeron que no era más que una estatua metida en el mar. Igual, terco, la fui a ver.
Tragando calle y paisaje llegué a Tivoli, el gigantesco parque temático que había en Copenhague del que la gente sí parecía estar más orgullosa. Decidí entrar y me encontré con algo que hacía años quería conocer: un laberinto del terror. Uno verdadero, porque en las fiestas patronales (municipales) en Costa Rica, había unas tiendas de campaña donde promocionaban “la mujer que se convierte en gorila” “la mano peluda” y otros fenómenos desconocidos de la naturaleza y la humanidad. La mano peluda era un forro de alfombra y la mujer gorila se veía solo a través de un espejo quejumbroso. Pero en Tívoli no, ahí sí que habría un laberinto de verdad. Entré y poco a poco fui penetrando por unos vericuetos oscuros, con calabozos a ambos lados. Un fuerte olor a rata empezó a llenar el ambiente, y pequeños pero agudisimos gritos también se escuchaban. Una especie de nube incandescente se apareció frente a mí y me atravesó. Sentí un frío que me cortó el cuerpo y al lado de mí, una cabeza se vino rodando, lenta y sangrantemente. Pensé, de nuevo, en el decoro, pero esta vez lo descarté ad-portas. Bajé la cabeza para solo mirar delante de mis pies y avancé a toda velocidad, no sé a cuántos actores atropellé, cuántos pies fueron mancillados ni cuánto orgullo actoral quedó decepcionado. Terminé corriendo hasta que el laberinto se terminó, hasta que los fantasmas míos poblaron aquellos pasillos decorados y los llenaron del frío sudor acumulado.
Los jardines de Tivoli
APARICIONES
Nollywood
Antes de los años bizarros, viajaba mucho hacia África. Unas diez veces por año me subía en aviones que llevaban a múltiples ciudades africanas desde Madrid, París, Bruselas y Fráncfort. Empecé a notar que entre las grandes listas de películas disponibles para los viajes se encontraba una cantidad de producción africana, de un fenómeno que después conocí y que se llama Nollywood: la industria nigeriana de cine casi tan grande como Bollywood y mayor que el mismo Hollywood. Miré dramas, comedias y series súper entretenidas con actuaciones muy variadas, intensas o esperpénticas. Era un entretenimiento distinto para las noches de hotel en Freetown o Cotonu.
Ahora me doy cuenta de que hasta Netflix tiene un apartado sobre Nollywood, ¡así que les invito darse una vuelta y buscar su próxima película africana favorita!
Me despido desde Panamá, de nuevo en misión de trabajo, acompañado de un doble espresso, la tasa de café número 10 del día.
Saludos
Un deleite leerte nuevamente, disfrute el recorrido por el laberinto. Recorde lo de la famosa cajita de desgracias, también lo de la carpa de la monga ¡mire como se transforma¡¡¡ ¡¡ mira como le sale pelo¡¡¡ y recordé uno de mis mayores temores la giganta¡¡ aquel conjunto de enmascarados enormes que lo perseguían con chilillo en mano .
como siempre descubriendo cosas nuevas con tus relatos! gracias por compartirlos!!