África en el corazón y Angola en las venas.
Sentados en un aeropuerto, esperando, dandole tiempo al reloj
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Quiubole, hace tiempo que no hablamos. A ver qué hacemos con esta sequía…
He vuelto a Angola después de tantos años. Cuando ya pensaba que quizás era tiempo pasado, historia contada o por contar. Son muchos los pensamientos que vienen, las dudas. Será igual, claro que no… será que estoy ahí, todavía, de alguna forma. Cómo será volver a tocar el suelo africano, este del África Austral, la que mejor conozco, la que más he vivido.
Llegué primero a Addis Abeba, en un vuelo directo de Washington. Con Abby, Diana y Suranga, gente comprometida y soñadora, compañeros de esta etapa de la vida. Pensé mucho en Etiopía. Fue el último país en el que trabajé antes de la pandemia de COVID. Viajé por algunas de sus ciudades, conocí su gente. Y ahora estaba de nuevo ahí, mirando desde lejos las montañas de Entoto que me recordaban tanto a las montañas mías. Las montañas azules.
En pocas horas volvería a ver los anuncios diciéndome que voy a Luanda, vuelvo a Angola.
Escucho a Silvio cantar “Allí amé a una mujer terrible”. Y, claro, es mucho lo que he amado ahí.
Sentados en un aeropuerto, esperando, dando tiempo al reloj
Pienso en la estructura que tiene la vida. Su forma de poner en pausa el tiempo, pero en pausas distintas, asincrónicas. A veces sentimos que nuestro tiempo no avanza, que nuestra historia propia se repite, cansadamente, con la rutina y la burocracia. A veces sentimos el vértigo, la vida acelera y vemos las imágenes pasar a través de nuestro cuerpo, de nuestra respiración.
En otra dimensión, acelera o pausa la historia de la gente, de la ciudad, de la aldea. La historia particular de los eventos: una carrera profesional, un matrimonio, una revolución. Los ciclos, justamente, que no tienen un tiempo igual. Volver después de muchos años implica reconocer, volver a encontrar el ritmo que ha seguido el tiempo. A veces es irreconciliable, y las personas ya no están, o hemos cambiado tanto que no hay forma de reconocerse.
Estamos sentados en el aeropuerto en Addis, tomamos un café etíope tradicional. Alli, donde por primera vez la cereza del café se convirtió en bebida. Allí cada quien tomará un rumbo propio. Hay quienes lo harán en el mismo avión, hay quienes tomarán otro, pero los destinos al fin y a cabo son distintos, cada camino es distinto.
Al rato salen los aviones. Cruzaremos el continente en diagonal, de Addis a Luanda. África en el corazón, Angola circulando violenta en las venas. Después de cinco horas de viaje, decidí no mirar por la ventana. Al bajar del avión sentí que todo era igual, el mismo suelo, la misma esperanza.
Luanda, entre la bahía y el océano forjador
Llegamos a Luanda y fuimos casi directo a la Ilha. Una flecha de arena que cierra la boca de la bahía. Está llena de restaurantes y bares. Mucho brillo, sonido de kizomba que la gente baila por todos lados. Unos policías camuflados en el giro obligatorio se frustran porque todo está en regla. Pasaporte mata coima.
Caminamos la ciudad, circulamos por ella. El tráfico siempre imposible, menos, mucho menos basura en las calles y en las casas. El viejo edificio que nunca terminaron ahora está cerrado y no vive más ahí la desesperanza. No porque se haya cancelado, sino porque es prohibido ponerla ahí.
Encuentro a Edson, a Marquinha, al hijo del comandante Francisco Bimba, que murió hace años ya. Entonces todo encaja. La gente sigue ahí, las intensiones son las mismas, los sueños siguen tercos en el brillo de los ojos. Mi colega les habla de lo que hacemos, escucha, y en una mesa a muchos manos, una vez más, se entretejen las palabras, se forma la tela de las arañas, las ideas hermosas y tercas.
Mensajes en la piedra
He escrito antes sobre Angola. Crónicas, poemas, una novela. Cierro este envío con algunas cosas que ya he dicho antes.
“La vista de Luanda fue algo hermoso. La sentí en mi cuerpo, en mi piel. La ciudad capital estaba rota, completamente rota y sucia. La miré como un territorio que recién paría, con su vagina aún abierta, sangrando, con líquidos ancestrales, viscosos, que escurrían lentamente. Así la vi, a la ciudad, combinación de espacio y gente, con las heridas abiertas y el aliento de la vida que empuja.”
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“Crucé océanos, desiertos, estrechos. Lo quería ver todo desde el avión. El Atlántico, el Mediterráneo, el Índico. El Sahara. Volé lo que nunca antes había volado y aterricé, finalmente, en el aeropuerto de Luanda.
Viví Angola desde el inicio, en toda la gente que miré, desde el primer día: policías, agentes de migración, médicos, el chofer que se volvería amigo. Las señoras envueltas en capulanas, unas mantas llenas de colores, en cuclillas sobre la tierra roja, con sus palanganas llenas de viandas. Protagonistas de la vida diaria que servían jingoba, maíz o plátanos verdes asados al carbón.”
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Sequía
Tierra seca
arcillas y limos
cansados de sol
Agua que se va
en la palma agrietada de la tierra
Cada cinco años
la gran inundación
anega las planicies duras
las yerbas y las termitas
Pero el agua
se pierde
en la ausencia de los canales
en la piel impermeable
del suelo empobrecido
ansiedad
por el mar
por el acuífero
escondido en el subsuelo
cada vez más hondo
Todas las gargantas
repletas de sal
El agua huye
de la especie voraz
que todo lo seca
hambrienta de árboles
destructora
de los ciclos generosos
Tierras del sur africano
donde apenas se mueve el viento
Entre celajes y paisajes rojos
la vida pasa lenta
llorando su propia muerte
Tiempos de sequía
detenidos
en la latitud
del polvo y el hambre.
Bueno, me despido desde mi casa en Washington. Afuera comienza a hacer calor y los cerezos florecidos invitan a caminar.
Português
África no coração e Angola nas veias
Quiubole, há muito tempo que não falamos. Vamos ver o que fazemos com esta seca literaria…
Voltei a Angola depois de tantos anos. Quando já pensava que talvez fosse tempo passado, história contada ou história por contar. São muitos os pensamentos que vêm, as dúvidas. Será igual, claro que não… será que ainda estou lá, de alguma forma. Como será voltar a tocar o solo africano, este da África Austral, a que melhor conheço, a que mais vivi.
Cheguei primeiro a Addis Abeba, num voo direto de Washington. Com Abby, Diana e Suranga, gente comprometida e sonhadora, companheiros desta etapa da vida. Pensei muito na Etiópia. Foi o último país em que trabalhei antes da pandemia de COVID. Viajei por algumas das suas cidades, conheci o seu povo. E agora estava de novo lá, olhando de longe as montanhas de Entoto que me lembravam tanto as minhas montanhas. As montanhas azuis.
Em poucas horas voltaria a ver os anúncios dizendo-me que vou para Luanda, volto para Angola.
Escuto ao Silvio Rodríguez cantar “Ali amei a uma mulher terrível... ”. E, claro, é muito o que eu amei lá.
Sentados num aeroporto, esperando, dando tempo aos relógios
Penso na estrutura que tem a vida. A sua forma de pôr em pausa o tempo, mas em pausas distintas, assincrônicas. Às vezes sentimos que o nosso não avança, que a nossa história própria se repete, cansadamente, com a rotina e a burocracia. Às vezes sentimos o vértigo, a vida acelera e vemos as imagens passar através do nosso corpo, da nossa respiração.
Noutra dimensão, acelera ou pausa a história das pessoas, da cidade, da aldeia. A história particular dos eventos: uma carreira profissional, um casamento, uma revolução. Os ciclos, justamente, que não têm um tempo igual. Voltar depois de muitos anos implica reconhecer, voltar a encontrar o ritmo que o tempo seguiu. Às vezes é irreconciliável, e as pessoas já não estão, ou mudámos tanto que não há forma de nos encontrarmos.
Estamos sentados no aeroporto em Addis, tomamos um café etíope tradicional. Ali, onde pela primeira vez a cereja do café se transformou em bebida. Ali cada um tomará um rumo próprio. Há quem o façam no mesmo avião, há quem tome outro, mas os destinos afinal são sempre distintos, cada caminho é distinto.
Daqui a pouco sairão os voos. Cruzaremos o continente em diagonal, de Addis a Luanda. África no coração, Angola circulando violentamente nas veias. Depois de cinco horas de viagem, decidi não olhar pela janela. Ao descer do avião senti que tudo era igual, o mesmo solo, a mesma esperança.
Luanda, entre a baía e o oceano forjador
Chegamos a Luanda e fomos quase direto para a Ilha. Uma flecha de areia que cerra a boca da baía. Está cheia de restaurantes e bares. Muito brilho, som de kizomba que as pessoas dançam por todo lado. Uns polícias camuflados na curva obrigatória frustram-se porque está tudo em ordem. Passaporte mata suborno.
Caminhamos pela cidade, circulamos por ela. O trânsito sempre impossível; menos, muito menos lixo nas ruas e nas casas. O velho edifício que nunca terminaram agora está fechado e não vive mais lá o desespero. Não porque tenha sido cancelado, mas porque é proibido colocá-lo lá.
Encontro Edson, Marquinha, o filho do meu amigo o comandante Francisco Bimba, que morreu há anos. Então tudo encaixa. As pessoas continuam lá, as intenções são as mesmas, os sonhos continuam teimosos no brilho dos olhos. O meu colega fala-lhes do que fazemos, escuta, e numa mesa com muitas mãos, mais uma vez, entretecem-se as palavras, forma-se a teia das aranhas, as ideias, belas e pertinazes.
Mensagens na pedra
Já escrevi antes sobre Angola. Crónicas, poemas, um romance. Fecho este envio com algumas coisas que já disse antes.
“A vista de Luanda foi algo belo. Senti-a no meu corpo, na minha pele. A cidade capital estava quebrada, completamente quebrada e suja. Olhei-a como um território que acabava de parir, com a sua vagina ainda aberta, sangrando, com líquidos ancestrais, viscosos, que escorriam lentamente. Assim a vi, à cidade, combinação de espaço e gente, com as feridas abertas e o alento da vida que empurra.”
“Cruzei oceanos, desertos, estreitos. Queria ver tudo do avião. O Atlântico, o Mediterrâneo, o Índico. O Saara. Voei o que nunca antes tinha voado e aterrei, finalmente, no aeroporto de Luanda.
Vivi Angola desde o início, em todas as pessoas que vi, desde o primeiro dia: polícias, agentes de migração, médicos, o motorista que se tornaria amigo. As senhoras envoltas em capulanas, umas mantas cheias de cores, de cócoras sobre a terra vermelha, com suas bacias cheias de alimentos. Protagonistas da vida diária que serviam jinguba, milho ou bananas verdes assadas no carvão.
Seca
Terra seca
argilas e limos
cansados de sol
Água que vai embora
na palma rachada da terra
Cada cinco anos
a grande inundação
invade as planícies duras
as ervas daninhas e os cupins
Mas perde-se
a água
na ausência dos canais
na pele impermeável
do solo empobrecido
ansiedade
pelo mar
pelo aquífero
escondido no subsolo
mais profundo cada vez
As gargantas todas
repletas de sal
A água foge
da espécie voraz
que seca tudo
com fome de árvores
destruidora
dos ciclos generosos
Terras do sul africano
onde o vento mal se move
entre nuvens e paisagens vermelhas
a vida passa devagar
chorando sua própria morte
Tempos de seca
presos
na latitude
da poeira e da fome
Kunene, Angola, 2014.