Conexiones: de Chicago a Washington en tren
La estación vieja, con la pátina del tiempo que le daba un aire como de abadía, pero también de abandono
Llego temprano al aeropuerto de Chicago y veo las pistas blancas y los aviones cubiertos por capas de nieve de distinto grosor. Una visión hermosa sin duda y una experiencia que estaba esperando que volviera. La última nevada fuerte en la que estuve fue en Montreal, en diciembre de 1982. Aquí, en el aeropuerto de Chicago también estuve antes, pero un día de agosto de 1992. Llegué huyendo del Huracán Andrew, que arrasó varias ciudades de Florida e impactó fuertemente a Miami, donde yo estaba ese día. Esa noche estaba tomando cerveza en la bahía, sin darme cuenta que todo el mundo estaba tratando de escapar de la trampa en que la ciudad se había convertido. Corrí como loco y logré tomar uno de los últimos vuelos que pudo despegar.
Bueno, de vuelta en este aeropuerto, tomo un tren que me trae a la ciudad. El primero de esta jornada de escritura en líneas férreas. Se llama la línea azul, un lindo tren interurbano, eficiente, rápido y limpio. La gente entra y sale con cara de mucho frío y mucho que hacer. En unos 30 minutos estoy en la estación central y me dispongo a caminar al Instituto. Salir a la calle fue un golpe de realidad. El frío como una pared rugosa de cemento. Corro a cerrar el abrigo, ponerme guantes y enrollar la bufanda como si fuera un pasamontañas. Camino con dificultad, por el temor a resbalar entre la capa indescifrable de nieve y el hielo resbaloso.
Entro a los grandes espacios de la galería y me paro frente al cuadro de Hopper, siento como cuando se llega al final de una larga caminata, ese momento en que uno se agacha, pone sus manos en las rodillas y respira hondo, como queriendo llenar de oxígeno cada poro, cada tendón, cada espacio sensitivo.
Camino entre pinturas y esculturas que llaman, que tientan la atención y el alma. Miro mucho de la grandísima colección de impresionistas, me paro un rato frente al hermoso cuadro de Seurat que parece invitar a unirse a esa tarde en el lago.
Me encuentro con un cuadro totalmente nostálgico, cargado de tiempo y coincidencias. Un pequeño cuadro de Georgia O’keeffe que se llama “Road-Mesa with Mist”. Una meseta, roja, abrazada, casi asfixiada por la niebla, en un territorio que se adivina misterioso y hondo. Me parece extraordinariamente bello.
Camino en la noche hacia la Chicago Union Station. La ruta es linda, un tanto cursi, cruzo el puente sobre el río Chicago, que desemboca en el Lago Michigan, uno de los grandes lagos. Una caminata hermosa, llena de luz en un ambiente un poco menos frío. Me llevo una gran sorpresa con la estación: vieja, con la pátina del tiempo que le daba un aire como de abadía, pero también de abandono, llena de pedazos de madera y estaciones de información o registro que parecían sacados de una película de los años veinte. No he cenado y no se cómo funciona el tren, pienso comprar algo para el camino, pero puede más el frío, la pereza y, sobretodo, el sobrecogimiento, la sensación en la piel, los presagios. Me siento y espero. El tren está atrasado y la gente muy incómoda.
El ingreso es caótico, muy lejos de lo que hubiese imaginado de una estación de tren en este lado del primer mundo. La pistas están oscuras, la gente quiere subir, acomodarse, sentir calor y comodidad. Pregunto a alguien si los asientos son numerados y me dicen que no. Escoge el primero que encuentres. Encuentro un sitio y me acomodo de una forma que disuade a quien quiera el asiento de la ventana. El tren sale y me quedo dormido, los primeros pasos son de un pasaje oscuro, lleno de cemento y rieles. Un momento después me despierto con mucho dolor de espalda, entonces miro por la ventana.
Primero la espesura, la sensación de pueblos en una cadena sucesiva de anonimato, porque no se ven y porque no conozco, no puedo adivinar. Es una sensación extraña, que viéndolo bien, me ha pasado muchas veces, en buses o carros. Avanzar sobre una geografía desconocida, atractiva, insinuante. En cada punto que aparece, cada descenso de la velocidad, hay una promesa, un contenido de historias y relaciones.
Dentro del tren todo el mundo parece dormir. Pasa un tipo malencarado preguntando adonde vamos. Washington, digo yo. Él escribe en un pedazo de papel WASH. Lo coloca en la bandeja arriba del asiento. Sigue poniendo esos cartelitos improvisados con letras para recordarle a la gente y evitar que pierdan su estación de destino.
En la madrugada todo cambia. Está oscuro todavía, me hace falta el café. Ahora, a través de la ventana veo siluetas. Muchos árboles oscuros, porque aún no les ha llegado la luz. El sol está del otro lado, esperando a que la tierra avance un poco más en su traslación. Poder mirar por la ventana es un asunto astronómico, de rotación de la tierra, el mismo movimiento de coriolis que le da sentido a los ciclones y anticiclones. ¡Gracias por iluminar!
Hay una grandísima sábana blanca. Nieve por todas partes, y de lo que pareciera ser sus entrañas, surgen árboles sin hojas. Caducifolios. Así se llaman. Es una palabra que me gusta desde que la aprendí. Hay quienes pierden sus hojas y quienes no: caducifolios y perennifolios. Aquí ambos. Los perennifolios en esta época tan particular, aportan esa imagen añorada, que viene del recuerdo de lo que no se tiene: Árboles con sus ramas todavía verdes, con un capa blanca encima.
Camino por el tren a oscuras. La gente sigue durmiendo y yo debo conseguir agua. Quiero café y tengo hambre. Cuando cruzo el punto de conexión entre vagones veo una imagen alucinante: el espacio está lleno de hielo y nieve, hay una pala y se nota que estuvieron trabajando para liberar el espacio congelado. Alguien pasa y dice, “cuando lleguen a Florida se va a descongelar”. Entonces me di cuenta, el tren se llama Floridian 41. Del frío en el norte a la latitud tropical. Imagino el tren avanzando y poco a poco muriendo de calor.
Atravesamos los bordes de la ciudad de Pittsburgh. La estratigrafía es hermosa. Los cerros parecen lonjas de un pastel milenario, con depósitos de rocas metamórficas, que dan una imagen de gradiente, de capas sucesivas que llevan varias eternidades ahí. Demuestran que la naturaleza siempre se corrige y se ajusta. Yo iba pensando en la primera imagen o idea que tuve: La monotonía blanca de la nieve en el bosque. Qué aseveración más absurda.
Poco a poco el tren se va llenando, con un flujo simple y eficiente. Se nota que la gente sabe bien lo que tiene que hacer. No vi al pesado que se pone a hablar por teléfono a todo volumen, o la fiesta reguetonera en alguna improbable esquina. Me voy al vagón del restaurante, donde me llevo también varias sorpresas. Primero que el café no es malo, una bendición. Luego que la atención es un toque lenta. El padre de una familia amish que esta delante me dice, aquí definitivamente no es fast food. Es super lento. Pero bien, como algo y me siento en un sillón cómodo, con una buena mesa. Ahí estuve unas ocho horas escribiendo, contemplando y leyendo.
El paisaje siguió siendo exuberante, y poco a poco entramos a la capital. Como Washington no es una ciudad de edificios grandes, diría que la transición fue suave, hasta llegar a la estación central. Más moderna, pero también extrañamente en el pasado.
Acompañantes
Para este viaje traje dos libros y mucha música. Terminé ambos libros, uno sobre el desierto y el otro sobre el mar:
El paciente inglés, de Michael Ondaatje, recomendación de Abby Baca. Una novela llena del color del desierto, del sabor a dátiles, viento y arena. Una intersección brutal de vidas áridas. Muy diferente a la película, que también me gustó mucho. Trae unas descripciones impresionantes del territorio en donde todo acontece, la relación de la gente con el entorno natural e intervenido por la violencia y la guerra.
Relato de un naúfrago, de García Márquez. Lo leí varias veces antes, y ahora, en tiempos de Cien años de soledad en Netflix, reflexioné mucho sobre esa voz periodística, sobre la forma de relatar un suceso, con la potencia del lenguaje y el recuerdo.
Llevé mi vieja edición de Oveja Negra y se deshojó por completo. Ahora lo estoy reparando.
Y hasta aquí. Nos vemos en el próximo tren, me despido desde mi casa, en la madrugada, con un café caliente y -6 grados afuera.
Que linda experiencia y me asombro mucho la nieve entre los vagones, eso nunca lo he visto!!