Quiubole, ¿cómo vamos? El otro día vi una publicación de mi amigo Pablo Salazar, y me di cuenta de que la forma correcta de escribir este saludo tan coloquial y a veces en vías de extinción, es “quihubole”. Pues claro, es del verbo haber. Buena onda.
Me dieron ganas de hablar sobre lo perdido, lo inubicable, lo que se queda extraviado en el aire, en las papeleras, en la bandeja de lo urgente, en el borrador del correo electrónico. Estoy releyendo a García Márquez y encontré una joya perdida. Joya porque cuando lo leí me motivó a pensar en estas cosas. Se llama Una visita al cementerio de las cartas perdidas. Vamos a eso, entonces.
Pensar en el destino de las cartas, de los paquetes enviados por encomienda en autobuses, trenes o barcos, o más recientemente de ese e-mail que se va para otra persona que después nunca encuentra su destinatario. Me hace pensar en el universo. ¿Habrá por ahí pedazos de estrellas que tenían un destino en ese tiempo incomprensible en el que ellas viven? o bien una entidad microscópica que se dirigía hacia algún lugar en ese caldo mínimo por el que navega lo más pequeño de los seres vivos. ¿Se habrá quedado ahí varado, como se quedó la carta que llevamos el correo con una dirección mala y nunca volvió?
También me pregunto qué será de todos esos borradores que escribimos en una computadora. Posiblemente algunos están todavía dentro de los diskettes de 5 1/4 de 3: 1/2 o en un servidor viejo, tirado en una bodega de chatarra. Quién sabe qué porcentaje de esa capacidad anticuada estará poblado por retazos, cálculos y letras que no terminaron en ningún lado.
A veces me llegan mensajes que no eran dirigidos a mí. Me gusta leerlos, pensar en esa persona que tenía que recibirlo y en cómo reaccionaría ante lo dicho.
En un hotel espantoso que construyeron los chinos en la bahía de Maputo, en Mozambique, (le dicen el monstruo amarillo) uno de los botones estaba conversando conmigo y por alguna razón caímos en el tema de las cosas perdidas. Me contó que una vez un cliente tuvo que salir de urgencia y les dejó guardadas dos maletas que aún estaban en la bodega. Tenían cuatro años de estar esperando a que volvieran por ellas ¿qué habría ahí adentro? Algún regalo que nunca llegó, una afeitadora que se quedó descargada, una caja de maquillaje que se derritió y secretamente está llenando de colores la ropa y los zapatos que están ahí adentro, encerrados quizá para siempre.
En todo caso, quería reflexionar de esas cosas que se quedaron sin destino, como en el cementerio de las cartas de García Márquez, o en el ventarrón donde siguen flotando las cosas externas, las palabras, las miradas y las hojas de la canción de Silvio Rodríguez.
Pongo aquí algunos casos y como siempre invito a quien quiera pensarlo o escribirlo a que nos digan algo sobre las cosas que se fueron y nunca llegaron.
Hace más de dos años que recibo mensajes en una vieja cuenta de correo. Es una persona con quien trabajé antes y por error puso mi correo en una lista de discusión sobre un escabroso trámite judicial. Yo tenía como dos años de no abrir ese correo y encontré esos mensajes olvidados. Preferí no decir nada, pero me dio una extraña sensación por haber recibido y leído toda esa intensidad que no era para mí.
Cuando era radioaficionado, antes del teléfono y de la internet, la comunicación se hacía usando la ionosfera: como una gran pantalla que reflejaba los mensajes que salían por las antenas de altas frecuencias. Una onda invisible salía hacia el cielo, cargada de palabras y mensajes, a la velocidad de la luz, rebotaba en ese espejo planetario y caía al otro lado del mundo. Pues cuentan que una vez, una emisión de la BBC de tiempos de la guerra, se quedó extraviada en los avatares de las nubes, en los cambios de temperatura de los meteoros, en la luminosidad que venía del sol. El mensaje bajó de ahí casi 20 años después y se escuchó en la radio de muchos países.
En un libro que compré en una librería de usados venía una dedicatoria. Triste, profunda. Hablaba de partidas irrevocables y del amor compartido al abrigo incitante de los poemas. Empezaba diciendo “te vas al norte…” Siempre quise saber si él había llegado a leerlo y por qué razón terminó el libro en ese lugar, como implorando.
Los like, me gusta, los comentarios en las publicaciones de las redes sociales, tienen una validez efímera y tienen valores que cambian. Dan ilusión y después, simplemente, se van quedando sepultados en ese incomprensible estanque digital. A veces voy a ver viejas publicaciones, para recordar si alguien dijo algo. Encontré un hermoso mensaje en una foto que publiqué hace unos diez años. La cuenta ya no estaba disponible.
¿Cuántas huellas vamos dejando por el mundo? Cuánto quedó escondido, cuánto arrepentimiento y cuánto alivio al saber que lo embarazoso finalmente no llegó, se quedó por ahí perdido.
Apariciones
¿A dónde van?
Esta versión de la canción de Silvio es muy hermosa, en la voz de Kattia Cardenal.
¿A dónde van las palabras que no se quedaron?
¿A dónde van las miradas que un día partieron?
¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón
O se acurrucan, entre las hendijas, buscando calor?
¿Acaso ruedan sobre los cristales, cual gotas de lluvia que quieren pasar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿En qué estarán convertidos mis viejos zapatos?
¿A dónde fueron a dar tantas hojas de un árbol?
¿Por dónde están las angustias que desde tus ojos saltaron por mí?
¿A dónde fueron mis palabras sucias de sangre de abril?
¿A dónde van ahora mismo estos cuerpos que no puedo nunca dejar de alumbrar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
Cartas del parque
El otro día estábamos en casa, entre literatura y vino y una amiga - Marisol - habló de esa vieja profesión del tinterillo, el abogado a la salida de los tribunales, instalado en una micro mesa con su máquina de escribir. Recordé esta hermosa película, que reúne la genialidad cinematográfica de Gutierrez Alea (¿recuerdan Memorias del Subdesarrollo?) y un guión de Gabo. Ojalá la puedan ver, es la historia de dos enamorados que, sin darse cuenta, le piden al mismo poeta que les escriba cartas de amor….
Bueno, chao, me despido desde un caluroso Panamá, donde aún se nos esconde la lluvia.