El vértigo de las colecciones
La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado.
Quiúbole, ¿cómo anda todo?
El año se va, riendo se va, porque no se le entiende, como dice la canción de Rafael. Bueno, marzo ya. ¡Aquí vamos con un nuevo envío!
¿Por qué nos gusta coleccionar? Estampillas, lápices, fotos, amistades, ollas de cocina, herramientas, perfumes o flores, cualquier cosa es coleccionable, ¿no es verdad?
El otro día vi una entrevista a la poeta argentina Sofía de la Vega y le pidieron que recomendara libros. Con mucha vehemencia habló de Italo Calvino, en particular de El barón rampante. Me vino un flashback porque Calvino llegó a mi entorno literario en un período muy rico de la vida. Así que visité el rincón Calvino en mi biblioteca. Me paré un rato a hundirme en la belleza integradora de universos que es Las ciudades invisibles, y luego abrí un libro, cuya relectura me sorprendió. Me quedé fascinado con la Colección de arena.
¡Colecciones! Una actividad que puede pasar desapercibida, pero que en realidad vamos cultivando desde la niñez. Juguetes, muñecas, carritos, cartas, flores, la lista es interminable. Es verdad que hay quienes coleccionamos sin darnos mucha cuenta y hay quienes ocupan una buena parte de su vida en ese hábito.
En el libro de Calvino encontré esta cita: La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado. Esta frase está en la historia que da nombre al cuento y habla de un hombre que colecciona arena de diferentes playas en el mundo. Yo tenía un amigo uruguayo, a quien dejé de ver hace miles de años, que también coleccionaba arena. Trabajaba en la UNESCO en París. Un día fui a su casa y me enseñó su colección. Saquitos transparentes y frascos con etiquetas de la playa, la región o el país. Había muchos colores y texturas y los nombres eran evocadores. Yo comenzaba a viajar y me sorprendió mucho, me llenó de una especie de angustia imaginar que se podía andar tanto mundo y que de cada lugar uno podría traerse alguna cosa. Pienso ahora en lo que dice Calvino ¿qué había detrás, de dónde salió el impulso de coleccionar eso en particular?
Por otra casualidad, los libros de Umberto Eco en mi biblioteca están en el mismo estante que los de Calvino. En El vértigo de las listas, Eco cuenta de su fascinación por este tipo de colección que se puede considerar intangible: palabras, frases, imágenes o hechos. Todo puesto en una secuencia mental, o física, con algún tipo de orden, o aleatoriamente organizado. El catálogo de Eco parece interminable, como la biblioteca de El nombre de la rosa, un laberinto sin fin. Coleccionamos también en nuestra mente. Quizás ahí, es aún más secreta o íntima la razón por la que guardamos o repetimos incesantemente.
¿Quién no ha hecho una colección, algún día? ¿En qué momento salta la chispa y de uno sigue dos y luego tres o veinte? Al igual que el amigo de Calvino o mi amigo en París, no siempre fue una colección. Y yo me pregunto: ¿la colección o la lista fue motivada por ese primer elemento que se apareció de casualidad, un día? O fue el olor evocado, el frío debajo de la piel, la rabia contra la amiga o el vecino que ya tenían tantos.
A fines de los años 70, cuando escuchábamos los LPs (vinilos le dicen ahora) de los Bee Gees, de los conjuntos nacionales que cantaban refritos de boleros caminantes, cuando alrededor del equipo de sonido la melancolía, el amor y la excitación iban generando, casi imponiendo listas de canciones o pilas de discos mal acomodados, mi hermano comenzó a hacer una colección de estampillas. Luego la continué yo, y varias de las preguntas que tenía se fueron respondiendo. Por qué causaba tanta emoción:
Primero, lo más obvio: la imagen que traían. Había unas estampillas aburridisimas con imágenes más bien toscas. Luego llegaron unas grandes, llenas de colores y con testimonios exóticos de las tierras inalcanzables.
Después, por los países: muchas tenían nombres que ya no existían, como Rodesia o Burma, o más recientemente Checoslovaquia o Yugoslavia. En la época de las bibliotecas públicas y las enciclopedias, localizar el origen de una estampilla se volvió todo un tema de investigación emocionante y lleno de datos inesperados.
Por último: los idiomas, ideogramas y otros datos. Por ejemplo, descubrir que Magyar Posta, significaba Hungría se volvió un tesoro del conocimiento, igual que los símbolos usados en China o Japón.
¿Qué coleccionamos?
Si pudiéramos levantar una lista de colecciones, solamente conversando con la gente que tenemos alrededor aparecerán todo tipo de cosas. Pero lo que está detrás de la colección, o de la lista, es más difícil de encontrar. Incluso nos daremos cuenta de que alguna gente atesora esa información y no la quiere compartir. No siempre es así.
Tengo un amigo que colecciona cepillos de dientes y una prima que tiene miles de lápices. Mi mamá tiene decenas de portales de Belén. Una vez llegué a la casa de un colega y vi que coleccionaba cajas vacías de cereales para desayuno. ¿Quién no sintió la fascinación de los álbumes de postales?.
Las llaves electrónicas de los hoteles las uso a veces como separadores de libros. Un amigo del Tai Chi me dijo que tenía dos mil y cuando vio la que estaba usando, creo que era el hotel Polana en Mozambique, me pidió que le trajera más. Debo haber colaborado con unas 50 de esas, hasta que me contó que las vendería en eBay.
A ver, ¡anímense a contar sobre esa colección que tienen y por qué. O la de alguien conocido!
¿Olvidar las razones?
¡Como en esa hermosa canción de Vicente Feliu! Pero bueno, ¿será? Además de lo que sí coleccionamos queda la nostalgia de lo que no y del arrepentimiento que viene después.
Dice Georges Perec: En toda enumeración hay dos tentaciones contradictorias; la primera consiste en el afán de incluirlo TODO; la segunda, la de olvidar algo; la primera querría cerrar definitivamente la cuestión; la segunda, dejarla abierta; entre lo exhaustivo y lo inconcluso. Hay algo de exultante y de aterrador a la vez en la idea de que nada en el mundo sea tan único como para no poder entrar en una lista.
De pequeños, mi mamá escribía unas listas de compras, para que mi hermano o yo, generalmente mi hermano, fuéramos al centro a traer el diario. Esa lista era como un mapa de un tesoro, un tesoro que no estaba en la pieza encontrada, sino en la ruta, las interacciones, las preguntas, los desafíos de hacer una fila y conseguir exactamente lo que decía la lista. En mi recuerdo está subir la cuesta, llegar al mercado municipal, buscar las verduras, ir al estanco (puesto del Consejo Nacional de la producción), hacer otra fila y pedir un arroz que no estuviera quebrado y que no tuviera gorgojos, frijoles, lo más limpios posible, el paquete de manteca vegetal, la barrita de margarina. La parte de carne y embutidos era guiada por el olor. Santiago de Puriscal huele a carne de cerdo, desde lejos. Había que escoger la carnicería y una vez dentro tocaba mirar la colección de pedazos de vaca y chancho colgando de unos ganchos crueles y rotundos, aspirar el olor de los chicharrones recién hechos, admirar la morcilla, los bistecs que eran atacados por el carnicero con un mazo de madera, con la tarea infructuosa de ablandar los nervios y la grasita omnipresente. La lista de mi madre se convertía en un testimonio de la vida cotidiana, del cruce de historias, que también son, por qué no, coleccionables.
Quizás, para quien colecciona o hace listas, no importan las razones. Pero estando en el punto elevado de la observación, con el catalejo en mano y las ganas de opinar a punto, se suma la curiosidad. Confieso que nunca lo he preguntado, pero a partir de hoy, cuando vea una colección, cometeré la imprudencia de preguntar por qué.
Apariciones
Barracoon de Zora Neale Hurston
Con mi amiga Abby Baca he tenido la oportunidad de conversar mucho sobre la literatura en los Estados Unidos, la forma en que la literatura actúa como un agente de la memoria que permite observar la historia desde los ángulos más pequeños, desde las personas que la vivieron. Conversamos sobre Mitchener y su impresionante novela Bahía de Chesapeake. Este libro que me envió Abby es de un tema sobrecogedor: el último cargamento de esclavos que llegó a las costas estadounidenses y, sobre todo, la del último sobreviviente de esa historia.
¡Listas! Todos menos tú de Sabina
Me despido desde el aeropuerto en Panamá.
Me voy a Lima que Eva cumple años.
Interesante lectura. Justo reflexionaba hace unos días en algunas de mis manias que han desembocado en colecciones: tengo esparcido por todo el estudio fugurillas, esculturas, y cualquier imagen de santos católicos que he ido encontrando por mis travesías en México, de donde soy. Hasta la fecha no sé porque los colecciono, pero me intriga que hace a un mortal convertirse en santo, y sobre todo que para serlo hay que sufrir. En fin, solo un pensamiento que quise compartir.