Hace 41 años, un terremoto
El movimiento de la Cruz Roja fue eso, una madeja tierna y convencida, efectiva desde la escasez de recursos, articulada bajo la consigna humanitaria
El 3 de julio de 1983 hubo un gran terremoto en Costa Rica, con epicentro en Buenavista, una hermosa región del piedemonte en Pérez Zeledón. Yo, al igual que un grupo de compañeros , estábamos en el aeropuerto a la hora del temblor. Esa semana se iba a celebrar la XII Conferencia Interamericana de la Cruz Rojay cientos de personas voluntarias, cruzrojistas de historia y corazón, se iban a reunir durante días en San José.
Pocos minutos después, no recuerdo por cual vía, me convocaron para ir a la Sede Central. Se estaba formando una “patrulla de reconocimiento” integrada por un pequeño grupo de gente experimentada. El grupo lo iba a comandar el legendario Capitán Jorge Chávez, un voluntario con una larguísima experiencia en la asistencia humanitaria, y el mejor jefe de equipos técnicos para la búsqueda y rescate. En la época yo era un - muy joven -experto en telecomunicaciones de emergencia y en esas condiciones fui convocado al grupo.
Había poca o ninguna información sobre muchas comunidades en el camino hacia la ciudad de San Isidro de el General, en la región sur, al otro lado del Cerro de la Muerte. Una montaña de 3.555 metros de altitud cubierta de bosque, con muchas laderas inestables. El nombre ya decía mucho de lo que uno se podía esperar de esa región que fue clave en el patrón de población del país.
Un grupo de cinco personas, pertrechados para unos cuantos días en la montaña, subimos en el vehículo de la dirección de socorros y empezamos la subida. Por la hora en que salimos, había que encontrar pronto un sitio en la parte alta del cerro, donde pudiéramos quedarnos para comenzar la exploración temprano al día siguiente. Llegamos hasta la Georgina, una parada histórica en la cumbre del Cerro de la Muerte, rodeada de un paisaje bucólico, con vacas lecheras y una vegetación siempre verde, moteada con zacates suaves, tersos, siempre llenos de rocío. La instalación era un restaurante de paso que tenía algunos cuartos.
Al menos un par de kilómetros antes de la Georgina, supimos que las cosas estaban mal. Habían cientos de vehículos de todos los tamaños, detenidos, esperando que algo cambiara para poder continuar su viaje hacia el sur. Cenamos algo, entramos a un par de cuartos para esperar la madrugada.
Los efectos del terremoto en el Cerro de la Muerte fueron impresionantes. Hubo grandes deslizamientos, y la población de las pequeñas comunidades que habitaba esas zonas tuvo que salir huyendo en medio de la noche. Mucha gente trató de ir hacia San Isidro del General, la ciudad que quedaba abajo, en las zonas fértiles y cálidas del valle del río El General. La dimensión de los deslizamientos era tal, que no pudieron bajar, y tuvieron que ir hacia arriba, hacia las partes más altas de la montaña.
Nosotros recibimos con sorpresa la oleada de familias que venían aterrorizadas por lo que estaba pasando, sus casas habían desaparecido o estaban medio sepultadas debajo de árboles, tierra y rocas. Empezaron a aparecer camiones, vagonetas, cargados de gente con algunas pertenencias que habían rescatado. Ahí les esperábamos nosotros, cinco cruzrojistas con suministros para cuatro días y una pequeña tienda de campaña. También muchas familias llegaron a pie, por lo que quedaba utilizable de la carretera interamericana. Tuvimos que improvisar, inventar y transgredir, para poder responder a aquella gente que venía casi sin nada.
Trabajamos toda la noche y empezamos a llevar la gente a un improvisado albergue en una zona cuyo nombre quedaría grabado en la vida y el recuerdo de todos: Villa Mills. Dentro del páramo, por una calle casi invisible, se llegaba al viejo cuartel de la empresa que construyó la carretera - la Mills - donde había una cancha de fútbol, una escuela y algunas barracas, o espacios vacíos, útiles para levantar tiendas. Yo estaba a cargo de las comunicaciones, que eran muy intensas al haberse revelado la intensidad del impacto. Fui a Villa Mills hasta el día siguiente. No dormimos dos o tres días porque siguió llegando gente de las comunidades: Buenavista, Macho Gaff, Jardín, División, Hortensia, Siberia, pequeños poblados dispersos, hasta entonces anónimos para quienes circulaban entre esas dos regiones de Costa Rica, de las ciudades asentadas en los Valles, que iban creciendo rápidamente.
La operación de asistencia fue rápida y muy emocionante. Se sentía en la piel y en el aliento, las órdenes, la lógica de la respuesta humanitaria, las necesidades y las soluciones. Primero había que garantizar abrigo y seguridad, en la comunidad que se fue creando. Familias conocidas, rivalidades, amistad, noviazgos, pleitos y rivalidades, todo convivía bajo la consigna de preservar la vida, la salud, la cohesión. La dimensión del impacto era contundente. Nosotros habíamos recibido refuerzos, de Montes de Oca, de Cartago, de Alajuela, de Puriscal, hasta de Panamá. Llegó un helicóptero con ayuda, venían tiendas de campaña, comida, medicinas, ropa, licor camuflado para el frío en la montaña y para apaciguar los temores. Hubo repartición de tareas, entre la gente damnificada y el equipo de cruzrojistas que estábamos ahí arriba. La comunidad montó una cocina y todo el mundo apoyaba la constitución de aquel asentamiento de emergencia.
El capitán Chávez, que era un tipo de gran creatividad, llegó un día a la escuela, donde habíamos montado el centro de operaciones y nos dijo. Vamos a hacer algo “la operación frijoles”. Todos esos hombres están ahí sin hacer casi nada y en sus campos se están perdiendo las cosechas. Los vamos a llevar temprano en la mañana para que trabajen y los traemos antes del fin del día. La comunidad de Villa Mills se llenó de comida, frutas, leche. Llegaron intermediarios a comprar y recomponer las rutas de abastecimiento.
Todos los días contábamos 200 o 300 temblores. Se escuchaba un estruendo, como de piedras, y entonces, si estábamos comiendo levantábamos platos y vasos, para que pasara el temblor. Segundos después, la vida simplemente seguía adelante. Hubo compañeros que llegaron a trabajar en el campamento que habíamos montado en aquellas soledades del páramo tropical, y solo aguantaban un par de días en aquella gelatina que teníamos por suelo.
El drama que se vivía en aquel sitio era mayúsculo, familias que lo habían perdido todo, gente campesina que tenía que aceptar vivir hacinada en una tienda de campaña, combatiendo el frío, el dolor de lo perdido y sobre todo la necesidad de depender de otras personas para llevar comida a la mesa, para ser alguien. Me recuerdo ahí, yo, emocionado, trabajando para mejorar la vida de esa gente. Como era el “experto en electricidad” les instalé luz eléctrica en cada tienda de campaña para que tuvieran iluminación, un televisor o un radio, y emular en lo posible la vida que tenían antes. El capi Chávez me nombró gerente de la “Compañía Villamilseña de Electrificación”.
Fueron tiempos de camaradería, aprendizaje y sobre todo de humanidad. Hubo muchos errores, porque no teníamos ese tipo de experiencia, y hubo también muchísimos aciertos. Uno de los mayores, que me ha servido para el resto de la vida, fue el diálogo con la gente, la asistencia que se da como igual y no desde arriba. Aprendí a liderar, más que a mandar. Así lo hacían Jorge Chávez y Oscar Robles, escuchando, trabajando codo a codo con mujeres y hombres, con toda la niñez que estaba ahí con ganas de jugar y seguir su vida hacia adelante. No recuerdo los nombres de tanta gente que estuvo ahí arriba, durante meses. Tal vez si alguien lee esto y lo recuerda lo pueda agregar. Carlos Picado, Juan Vindas, Alexander, Carlos Salas, Roy Alfaro, el flaco Ricardo, Lester Aguilera, Giselle Valerio, choferes, enfermeras, socorristas, médicos, juventud. El movimiento de la Cruz Roja era lo que prometía ser: una madeja tierna y convencida, efectiva desde la escasez de recursos, articulada bajo la consigna de proteger, de atender el dolor humano, de juntarse anónimante a hacer el bien. Eso, así de simple, así de cursi, así de verdadero.
APARICIONES
Un día subí a un pequeño cerro que había al lado del campamento. Necesitaba instalar una antena de comunicación, que diera mayor cobertura al campamento. Habíamos comenzado el proyecto para que las familias pudieran volver a sus cultivos. Era necesario tener comunicación con esas zonas. Sin embargo, aún había mucho peligro por los sismos constantes y los deslizamientos que podían caer de pronto en las casas. Estando ahí arriba, con un objetivo tan técnico y claro, me subí a un árbol. Iba cargado con una antena larga y pesada, un montón de cable y materiales para fijarla al árbol. Estaba solo. En la copa del árbol hacía equilibrio, luchando contra el viento que cruzaba por el cerro. Entonces lo sentí, sentí aquel soplo gigantesco que venía de la lejanía, de la inmensidad. En algún sitio del continente norte una baja presión se había dejado influir por una corriente fría y el pequeño batir de alas que se formó, comenzó a cargarse de fuerza en todos los sitios por los que pasaba, hasta llegar donde yo estaba. Eran ráfagas de alta velocidad que bajaban y se perdían por valles y llanuras, hasta llegar de nuevo al mar.
Miré hacia abajo, desde la cima del árbol, que estaba en la cima del continente, en un sitio único desde donde se pueden mirar al mismo tiempo los dos océanos. Miré la cordillera que estaba al frente, y en el medio, un forro de verde que se interrumpía algunas veces por una geometría pequeñita de casas, plazas de futbol y torres puntiagudas de iglesias. Imaginé las campanas tañendo y las hormigas/personas caminando, rezando, yendo a la misa o a la cantina para emborracharse. Miré los campos sembrados, el maíz creciendo, los pájaros y los insectos.
Sentí el movimiento de las grandes masas de tierra y viento, la deriva de los continentes, que justamente había causado aquel movimiento telúrico que resignificó las percepción de la vida, la escala de las cosas que importan, y movió medio país, como un gigante que se sacude la modorra de un siglo durmiendo. Sentí mi cuerpo sacudirse con la constatación de aquella dinámica demoledora, a la que no le importaban el tiempo ni la forma. Todo aquello fue universal, ahí entendí que el ritmo de la naturaleza le es propio y que es esta humanidad la que organiza o desordena el espacio en el que se ha asentado para conjugar los verbos de la vida.
Pensé que ese sufrimiento movía también el viento, empujaba las erosiones y las cosechas, aportaba al viejo movimiento del mundo, hacía que lo universal valiera la pena.