La guerra, ese fantasma que recorre el mundo desde su constitución
Ha sido difícil escribir el envío de esta quincena, en días de espanto cuando tantas pesadillas dejadas atrás se vuelven una realidad amarga e irrefutable.
Ha sido difícil escribir el envío de esta quincena, en días de espanto cuando tantas pesadillas dejadas atrás se vuelven una realidad amarga e irrefutable. La guerra, ese fantasma que recorre el mundo desde su constitución, que nunca para de volver. Ni siquiera da suficiente tiempo para arrellanarse y enfrentar una vida que puede ser fácil o difícil, feliz o triste y casi siempre una combinación de todos los extremos, pero que sin ese ingrediente superlativo de la estupidez humana podría tener otros desafíos, otras soluciones.
Escucho y leo con mucha preocupación cómo el drama lejano es interpretado desde categorías viejas, anacrónicas, inútiles hoy. También desde los refugios que da precisamente esa lejanía, y el drama se convierte en meme, en botín político, mediático en la lucha callejera cotidiana de las redes sociales. ¿Quién tiene la voz adecuada, quién la objetividad, quién el sentimiento? No lo sé. Es fácil también lo que digo, porque la rabia por sí sola no cambia nada. Así que he decidido escribir hoy sobre algo que conozco, que viví y que se pierde en el tiempo.
Refugiados, una consecuencia.
Costa Rica es un país sin ejército, ya lo sabemos, y desde hace muchas décadas no vive una situación de guerra con involucramiento directo. Sin embargo, cuando ingresé a la Cruz Roja de la Juventud, en 1978, el primer entrenamiento que tuve fue cómo hacer primeros auxilios en una situación de guerra. Practicábamos en el barro, con camillas militares, cómo hacer arrastres, levantar y atender pacientes, en un espacio de no más de 30 o 40 centímetros sobre el suelo. Con cuerdas, o con gritos de los instructores nos decían “ya estás muerto”. Estando en una sede local recién fundada y muy pobre, no teníamos uniformes ni vituallas. Mirábamos a la gente que venía de San José, Heredia o Alajuela y traían cantimploras verdes con una cruz roja pintada, o con cascos de baquelita, o lo mejor, cascos de acero, desechos de alguna guerra, que pintaban con pintura de aceite, pintura de casas, de color blanco, con la Cruz Roja al frente. Hermoso despertar de sueños. Uno se veía como el héroe salvador de heridos en un frente de batalla. Pero, ¿cuál frente de batalla?
No había. Costa Rica en 1979 era una anomalía en América Latina, una región en guerra, en todos los puntos cardinales. No entraré a hablar de eso, quizás más adelante. La consecuencia de esa situación tan particular era que el país, su pueblo y sus instituciones, recibían las consecuencias directas. Una en la que participé, junto a muchos amigos y colegas, fue la crisis de refugiados. De eso quiero hablar hoy. Porque irán y volverán argumentos sobre las causas, pero lo más doloroso son las consecuencias, sobre todo aquellas que afectan a la gente que nada tiene que ver y que encarna lo peor, y se lleva la guerra puesta, con sus hijos e hijas, con algunos enseres, con sus recuerdos buenos y con los que quedarán para siempre marcando la identidad, la comprensión del mundo.
Imágenes:
Es de noche y estamos preparados en la sede de la Cruz Roja. Habrá un traslado masivo de personas refugiadas que vienen huyendo de la guerra en Nicaragua. Es 1979 y falta poco para el triunfo de la revolución. Por eso la violencia de la guerra es mayor y la gente salía desesperada, buscando solo una cosa: la seguridad de sus familias. La información que tenemos es muy poca, porque el gobierno no quería que se hiciera un circo mediático con la situación, así que se trasladarían durante la noche en un grupo de autobuses, y la información que daban era mínima. Venían del norte y posiblemente irían al sur, al otro lado del Cerro de la Muerte, adonde había un campamento de refugiados salvadoreños que estaba ya por cerrar. Eso pensábamos.
Estamos en Tibás, en la sede de la Cruz Roja y esperamos con ansia que llegue esa gente. Sabemos que vendrán con todo tipo de necesidades y tendremos solo una hora para hacer algo, para aliviar. Pasa la 1 de la mañana y aparecen tres buses. El impacto es mayor del esperado. Vienen llenos, pero no solo llenos de la gente y sus pocos haberes. Hay un desborde de humanidad básica que se impregna al acercarse: el aire de sufrimiento, los rostros cansados y tristes, la desazón, el miedo que tarda tanto en desactivarse.
Comienzan a bajar y aparece todo, la mente trata de capturar esos testimonios que tanto dicen, en la pareja que se abraza para bajar con el rostro serio, apretando con toda la fuerza posible el morral, la bolsa, la mano; en las niñas que venían vestidas igual, con vestidos raídos que aún así flotan en el aire fresco de la madrugada, que corren aunque su mamá les diga que no, que se esperen, la cara de ella refleja la angustia, carga un bolsa gigantesca, de esas de rafia que hay en los mercados, pero sus hijas son veloces y están cansadas del confinamiento. Está el anciano que sostiene su sombrero y camina lento y solo, muy solo, más solo que la suma o resta de personas con él, es una soledad que duele mirar. A saber cuánta guerra habrá pasado por esos ojos vacíos, cuánta gente querida desapareció de su mirada bajo las balas, la tortura o la persecusión.
En minutos se desata la tormenta, las filas en los baños, los olores acres del abandono, el llanto, en la pena que viene viajando oculta en las heridas físicas y mentales, en la sed, en los dolores de cabeza, en las enfermedades crónicas que dejaron de ser prioridad ante el resguardo de la vida. Corremos, curamos, hablamos. Así es la Cruz Roja, por eso entré, por eso me quedé. Porque sí se puede no tener bando, o mejor dicho, porque se puede tener exclusivamente el bando de la gente que sufre.
El viento en Guanacaste sopla a velocidades alucinantes. Es la pampa, el descanso plano de los materiales que soltaron los volcanes, que sacudieron los terremotos. Se hicieron llanura y se llenaron de vegetación, de fauna. El espacio libre que deja la cordillera, antes de llegar al precipicio del mar, deja las ráfagas pasar, les da fuerza. Los campos de algodón, que todavía quedan, se pliegan ante esa magnífica fuerza y todo se mueve como olas que van y vienen. En el suelo hay lonas y palos. Son las cinco de la tarde y el celaje invita, aunque el viento frío se sufre en la piel. Son tiendas de campaña, de nuevo, despojos de alguna guerra vieja. Ahora servirán como campamentos para personas refugiadas. Cada una tiene espacio para 50 personas, pero sabemos que serán más, muchas más. Hay que levantarlas y tener el campamento listo antes de la madrugada, porque comenzarán a llegar y podría ser un caos. Viejos amigos, Juancho Vindas, Alvaro Montero, Alexander, no recuerdo quién más. Somos voluntarios de la Cruz Roja y estamos ahí, de nuevo, en la primera línea de atención a la población de gente desesperada. A cada intento una ráfaga de viento echa todo para atrás. ¡Ya estamos! Levantamos la primera sección, hay que amarrar! ¡Corran, que se hace de noche! Y el viento sigue viniendo y en segundos toda la armazón está de nuevo en el suelo. Hablamos, planeamos, buscamos la forma, calculamos inútilmente el tiempo entre cada soplido, como si el viento nos fuera a esperar.
Campamento de personas refugiadas de El Salvador. Este campamento, administrado por la Cruz Roja Costarricense, ya está por cerrar. Llegamos un grupo a apoyar en el levantamiento de las instalaciones, en la recuperación de equipos, en la logística . Hay mucho movimiento y cuando llegamos encontramos a Jorge Chávez, el legendario capitán de la Cruz Roja, que era y seguiría siendo un personaje a imitar por los jóvenes que llegábamos. Chávez nos dice que hay un pleito en el campamento, que nos quedemos en la casa de la administración. Él se va con la gente de seguridad pública, nosotros miramos. Dos hombres están por lanzarse en una lucha a cuchillo, a saber cuál sería la razón. El campamento era un sitio hermoso, que lo atravesaba una quebrada. La placidez del agua contrastaba con todo, con las razones y los motivos para estar ahí, con la historia que acompaña. Hay miedo, se siente, pero Jorge dialoga, no llega con fuerza. Habla con ellos y poco a poco se siente cómo el peso del aire baja, igual que los hombros, que el rictus en las caras que miran la muerte. Minutos después ambos le entregan los cuchillos, hojas improvisadas, hechas de cualquier material filoso.
Brasil, en 2007. En un curso para la Cruz Roja Brasileña, de entrenamiento a “Equipos Nacionales de Intervención” mi querido colega y maestro Gustavo Ramírez recordó un ejercicio, o una dinámica de concienciación. Contó que hablando sobre exilio y refugio ante un grupo de jóvenes, les pidieron escribir en una hoja de papel el nombre o descripción de la persona, objeto o situación que más añoraba cada quien, lo más preciado o atesorado. Lo hicieron con la promesa de que nadie tendría que mostrarlo, ni explicarlo en público, solo escribirlo. Después de escribirlo tuvieron que doblar la hoja. Entonces, la persona que facilitaba la sesión les pidió que lo rompieran, que lo hicieran mil pedazos, hasta que no quedara reconocible su contenido. Las imágenes que describió eran dolorosas, incluso para quienes solo escuchábamos la historia, hubo gente que lloró, que se resistió a hacerlo, que no podían. Imaginen ahora tener que irse, tener que dejarlo todo un día.
Uganda en 2012, o puede ser Mozambique. En un vuelo de Air France observo un grupo que parece homogéneo. Lo es solamente porque todas las personas tienen camisetas celestes, con los logos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados, el ACNUR. Suben al avión ordenadamente, y van cantando. No logro descifrar el idioma, pero la alegría en los rostros es un idioma universal. Se nota esa sensación tan básica de seguridad que relaja el cuerpo y abre la esperanza, aún en el lodazal más grande. Una imagen parecida la vi muchas veces, en el aeropuerto en Nairobi, o en DireDawa en Etiopía, en fin. Muchos sitios donde circulan las personas en busca de un sitio sin nombre, donde su vida y la de su familia está a salvo.
Miro circular a una persona, el único “blanco” del grupo. Ya en el avión circula, conversa, hace chistes, ayuda a rellenar formularios. Pasa cerca de mí y lo quiero felicitar. Sé lo que es, sé lo que hace.
Aún en medio de la guerra, hay mucha humanidad de la buena, de la solidaria, de la que mira más allá de las fronteras y de la política. Y esa humanidad es la que da esperanza.
Apariciones
Whale Rider.
Hace años vi esta película maravillosa y buscando qué mirar en Stremio me la encontré de nuevo. Trata sobre un pequeño pueblo en la costa de Nueva Zelanda. Familia y el conflicto de la modernidad frente a las tradiciones, al origen y los recuerdos. Hermosa, simplemente.
Y bueno…. Give peace a chance
Imposible no terminar con esta canción de John Lennon.
Me despido entonces, en esta tarde de febrero extrañamente fría.
Nos vemos.