Mi mochila, la computadora y un libro
A las 7:15 am sonó la explosión. Todo cimbró. Parecido a un temblor, pero no igual.
A las 7:15 am sonó la explosión. Todo cimbró. Parecido a un temblor, pero no igual. El terremoto es como si alguien con mucha fuerza te agarrara de los hombros y te sacudiera, de esafuerza depende que tanto daño hace. La explosión es como si todo, en un espacio muy corto, se pusiera en movimiento, a cimbrar, justamente, no a temblar.
Estamos en mi apartamento en el piso 27, mi hija Eva de 9 años y yo. A ella la despertó el sonido aplastante de la explosión. Me vino a ver con ojos de no entender, como espoleando en mí si debía asustarse o no. Yo no sabía, no sabía nada...
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Había dormido bien a la noche en el cuarto de Eva. Era la última noche de su visita y estábamos muy contentos con todo.
A las 5 am en punto escuché un estallido y me levanté a mirar por la ventana. Nada, la ciudad tranquila con ese poquitito de luz que hay en la madrugada. Aún en una ciudad con tanta iluminación artificial, se nota lo tenue del alba. Después otro estallido, seguido de una especie de fuegos artificiales.
Ah! Claro. Fiestas patrias. Es noviembre y a las 5 de la mañana se comienza. En Costa Rica en setiembre, para la celebración de la independencia cantábamos una canción: "eran las cinco de la mañana cuando tocaban alegre diana…". No sabíamos qué era una diana, pero los grandes carteles en las pulperías anunciaban el programa de celebración; decían: "5 am: atronadoras bombetas anuncian el inicio del día", o algo así.
Bueno… ya me había despertado así que me levanté, me duché, hice un poquito de tai chi y me fui a desayunar. Tomé mucho café. Desayuné frente a la ciudad. Me gusta la vista de mi casa porque es un resumen de la ciudad de Panamá: la punta, un pedacito de bahía a la entrada del Canal, el cerro Ancón con la bandera siempre flameando, las torres del puerto, las bandas de árboles que flanquean el curso artificial del agua y el viejo camino a Portobelo. Hermoso.
Entonces, cuando me levanté a mi computadora todo se movió. Un cimbronazo fuerte, todos los vidrios gritaron, el piso se levantó un poco. Ensordecedor. Una explosión, la peor que he escuchado en la vida. Sentí el temblor en mi cuerpo. Todo, todo él, o ella, no sé. Un frío subió y bajó por la piel. Ni siquiera podría decir que erizaba, solo sé que fue mucho frío itinerante, subcutáneo. Todo en mí se había puesto alerta. Sentí la espalda agarrotada, pero con otro tipo de contractura muscular. Otra gestión. Los músculos operaron diferente, protegieron con más instinto que nada. Sentí el pelo de la cabeza, lo sentí como una entidad. Me vino una pesadilla a la mente: si era nuestro edificio el que había explotado se podría incendiar o se podría derrumbar.
Fui a una de las ventanas y se escuchaban alarmas de carros. Segundos después las sirenas de emergencia por toda parte, los sonidos fuertes de los enormes carros de bomberos. Me fui donde Eva y ella venía llegando. La había despertado la explosión. Me preguntó qué pasó. Con mucha calma le dije que no sabía, pero que se había ido la luz y había explotado algo.
—Muy posiblemente nos tendremos que ir. Tenemos que estar preparados, hija.
Me miró y sentí mi propio miedo mordiendo, asaltando los poros. Tenía que sacarla de ahí.
Fuimos a acercarnos a una ventana del fondo. La abrí y vi que subían partículas, se escuchaban vidrios cayendo. Ensordecedor, atemorizante. Pero tenía que pasarle tranquilidad a Eva.
—Hija, activemos el plan, nos tenemos que ir. Vos estás a cargo de la seguridad de Puki, de Tedy y de Tigri (sus peluches). Hagamos muy rápido tu maleta.
Llevé los pasaportes que siempre están en un lugar visible. Armamos maletas y mochilas.
Llamé a seguridad de las Naciones Unidas y escribí en el grupo de Whatsapp de la oficina. Escribí a la administración del edificio y esperé un rato, pero nadie respondió. Argelys, la trabajadora que cuida a Eva nos llamó, estaban abajo. Esto está muy mal, nos dijo, tienen que evacuar.
—Eva, nos tenemos que ir.
Salimos a la puerta donde llegan dos ascensores. Estaban apagados. En mi interior ya lo había decidido. Si funcionan los tomaremos, me juego el riesgo porque no quiero estar aquí arriba con Eva. No funcionan, tenemos que bajar, con mochilas y una maleta. Decido bajar la maleta, cuando la lógica inicial dice no llevar nada. No vamos a poder regresar, fue lo que pensé. Y lo mejor es llevarme a Eva ahora mismo al aeropuerto. Puede ser un ataque terrorista. No me puedo quedar con ella aquí, es mejor irse.
Con una crisis activa en la columna vertebral sabía que la evacuación me iba a costar caro. La única función de mi cuerpo, la única, es poner a mi hija a salvo. Vamos a las escaleras y la veo a oscuras.
—Eva, es posible que muchas gradas no tengan luz. No debemos asustarnos, vamos juntos.
—Sí, papi.
Se calzó su mochila y amarró sus peluches muy fuerte.
Empezamos a bajar, había luces automáticas, 27, 26, 25, 24. Obviamente me empezaron a fallar las piernas, que no estaban bien siquiera para caminar una cuadra en plano.
Salimos a la zona de ascensores para enviar un mensaje. Alguien tiene que saber que estamos en las escaleras. Mi terror secreto es que mi cuerpo falle, que quedemos ambos atrapados en unas escaleras oscuras en el interior de un rascacielos. Seguimos bajando, llegamos al piso 21. Hacemos lo mismo, un rápido WhatsApp para avisar. Salimos al descanso del ascensor y hay una familia gritándose. Unos quieren bajar, otros no. Eva y yo regresamos y seguimos bajando.
Mis rodillas ya no dan más y voy cambiando de brazo la maleta.
—No paremos hasta el piso 10.
Seguimos, calculando todo. El mareo sube también. ¿Lo lograremos? no sé. Bajamos hasta al 10 y no siento la rodilla. Salgamos a escribir le digo a Eva. Pasamos del hueco de las escaleras al descanso del ascensor. Encontramos un grupo de bomberos, miran a Eva. Vamos, los llevamos en el ascensor, tenemos la llave de seguridad.
Llegamos abajo, el piso de la recepción del edificio tiene una alfombra de vidrios y escombros. Toda la entrada había explotado, con la onda expansiva, todo destruido. La calle se veía llena de los vidrios que cayeron de los edificios.
Gente corriendo, gritos, escombros, sirenas… agarro de la mano a Eva. No mires, le digo a cada momento. Pasa frente a nosotros una camilla con una señora cubierta en sangre. Vamos por aquí. Te guío. Levanta mucho los pies para que no te cortes con los vidrios. Todo en tono jovial, de juego.
—Eva, somos campeones, ¡lo logramos!
Entonces recordé aquel estruendo, yo tenía siete años. Debajo de mi casa se estaba haciendo un hueco, y tronaba en la noche, como una gran tormenta. Con mis hermanos bajamos a jugar, pero ya se escuchaba claramente el torrente. Alguien, seguro mi mamá, nos sacó de ahí. Huimos y al otro día no había casa. Se la había llevado la corriente.
Llegué en la noche a Lima con Eva. Hacíamos bromas, y nos felicitábamos por lo bien que funcionó el plan. Llegó a su casa, con su maleta y sus peluches. Nos despedimos.
Volví hacia Panamá, pero aún no tengo casa, así que seguí para Costa Rica. Con mi mochila, la computadora y un libro.
Rolo, por dicha están bien. ¡Sorprendente!
Wow... Que experiencia!