No distinguía mucho entre la fantasía y la realidad maravillosa que nos visitaba por temporadas.
Tecnología y nostalgia, tecnología y sorpresa, tecnología como hito, punto de inflexión que separa generaciones como si fueran terremotos.
Quiubole, ¿cómo va la curva de enero?
Ojalá se pase pronto este tiempo en el que uno ansía, como todos los años anteriores, pasarlo en abundancia, con solcito y palmeras borrachas de sol, a la par de una birra fría. Extras y compañía al gusto de cada quien, pues.
Hoy, por ninguna razón particular, quiero hablar de tecnología. Tecnología y nostalgia, tecnología y sorpresa, tecnología como hito, punto de inflexión que separa generaciones como si fueran terremotos.
Quiero decir unas cosas antes de abrir el baúl y desempolvar los viejos aparatos que me/nos hicieron soñar: creo que la tecnología sorprende y maravilla a la generación que se le aparece de formas muy parecidas. No creo en afirmaciones del tipo “antes todo era mejor”. Tampoco creo en instrucciones arrogantes como “no le des a tu hijo un iPad”. Para mí la tecnología es material para soñar, para alegrarse, territorio para conquistar. La primera vez que usé una computadora, en 1982, pasé horas tratando de programar un algoritmo para que en la pesadísima televisión negra, con símbolos naranja, una línea recta fuera de un punto a otro. Esa fue mi conquista de la computación, mi bandera en territorio ignoto, mi primer beso.
Una ventanita al asombro
Este aparatito marcó un tiempo. Lo vi la primera vez en el circo Miller. Pasaba un fotógrafo por entre toda la niñería que saltaba y gritaba sobre las sillitas de madera y, después, hecha la magia, en un tubito de plástico uno se miraba. Y la luz cambiaba, no era como las fotos corrientes, tenía una especie de perspectiva, un foco de luz que uno podía manejar cambiando de lugar o moviendo las manos. Entonces padres y madres sufrían a la chiquillada exigiendo que lo querían comprar.
A estas edades no existía el concepto de tecnología, no lo habíamos creado en nuestra mente, que no se cansaba de admirar lo nuevo y que no distinguía mucho entre la fantasía y la realidad maravillosa que nos visitaba por temporadas.
En la casa de mi abuelo había un view master. Era una casa pequeña, en el campo, ya hablé de ella antes, o no. Había un patio ancho, casi un potrero, donde salíamos a jugar y apiar mangos y naranjas. A veces, el abuelo sacaba su view master y nos permitía zambullirnos en un universo de asombro, en tercera dimensión. De la nada surgían imágenes de la vida cotidiana en otros países, una pareja con ropa de colores básicos, sin tonalidades ni difuminados y con sonrisas puestas para la ocasión, se miraba con amor y con el Gran Cañon del Colorado como telón de fondo. También aparecían grandes montañas naranjas y rojas, que parecían manchadas por el color de aquel cielo lejano de norteamérica o de Europa. Si la literatura era ya un vehículo interestelar, interoceánico y multitemporal, este aparatito estereoscópico se convirtió en la constatación de que todo aquello era posible. En tiempos de televisión en blanco y negro, de comunicaciones por telégrafo o carta, donde la inmediatez de la respuesta no existía, tener en las manos el control de la máquina del tiempo, de la teletransportación, del mundo aventurero y exótico te convertía en Merlín, en Sandokán, en Marco Polo.
Aunque no lo crean, esta imagen volverá por el teléfono ¡y volverá modificada!
Trabajando en una empresa líder en Ingeniería Electrónica, me llegó una noticia increíble. Habían inventado un aparato que podía enviar imágenes instantáneamente usando las líneas de voz, las líneas fijas de cable que eran las únicas que existían entonces. Me fui con mi socio a varias empresas en San José, en un sitio había alguien, sentado frente a la máquina milagrosa, esperando a que saliera caliente la hoja impresa con una imagen enviada desde otro lado de la ciudad. Por ser un rollo continuo, como los aparatitos de las que imprimen los voucher de las tarjetas de crédito, debía cortarla contra el borde filoso, escribir una respuesta a mano y reenviarla por la ranura que se tragaría la página y la convertiría en una serie de pitidos agudos, que anunciaban con alegría que la cosa estaba funcionando. Al otro lado Claudio y yo, con cara de sabiondos satisfechos, mostrábamos la misma hoja que la persona había escogido o escrito con su puño y letra, solo que ahora aparecía un texto nuevo, con otra letra, con una respuesta. Las caras de asombro lo valían todo, mucho más que el cheque inmediato por veinte mil colones y el proceso de instalación que venía de inmediato.
El fax gobernó nuestras vidas por muchos años y la ansiada inmediatez se volvió real. Las grandes máquinas de telex, otro invento sorprendente de aquellos tiempos, tuvieron que hacerse a un lado, y la “fotocopiadora que transmitía lo copiado” se convirtió en un signo de estatus, de jerarquía y de poder.
Me parece increíble pensar que hoy hay gente en la fuerza trabajadora que nunca en su vida ha visto una máquina de fax, o que nunca utilizó un teléfono público con monedas. Pero la tecnología, el asombro y la nostalgia son de alguna forma proporcionales al acceso, al tiempo de llegada, a la disponibilidad.
Cuando nadie sabía de la internet
Mucho tiempo atrás, trabajando en proyectos de desarrollo desde plataformas de ONG, cuando estas siglas eran una novedad, apareció un avance tecnológico que dejó a todo el mundo perplejo. Todo el mundo que tenía acceso, por supuesto, porque aún no era tiempo de la masificación. Según el concepto, que endoso, de mi viejo maestro Enrique Tula, la técnica es la solución innovadora que se logra diseñar e implementar y la tecnología es la que se masifica. Según esto, de lo que voy a hablar en realidad era una técnica, que por los avatares del desarrollo tecnológico no se masificó, no llegó a tecnología.
Se llamaba la Red Huracán y tenía ese bello ideograma del alfabeto maya. Según recuerdo, la red la creó el Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) a inicios de los años noventa. Había un pequeño manual que explicaba cómo conectarse a través de la red BITNET, precursora de las comunicaciones en tiempo real, tan comunes hoy en día. Básicamente la cosa funcionaba así: Necesitabas una computadora con un módem telefónico y entrabas a un software de bitnet. Había dos opciones, que recuerdo, enviar mensajes o hacer consultas de bibliografía. Previo a esto, solo se podía enviar telegramas o telex, como decía antes. Y aquí estaba el milagro, el asombro, la naïvité de quienes teníamos aquel acceso privilegiado y podíamos observar la ciencia ficción hacerse realidad: el satélite “pasaba” dos veces al día y recolectaba correo y consultas.
A las 8 de la mañana y a las 6 de la tarde (alguien podría corregir esto, porque estoy a puro recuerdo), sin ruidos premonitorios ni luces espaciales, aquel “aparato” que volaba a 40.000 kilómetros de altura, entraba en la computadora, con su gigantesco brazo electromagnético y sacaba, literalmente, lo que habíamos dejado ahí, en la bandeja de salida. Más analógico imposible, una perfecta emulación de la vida simple de un papel que circula entre oficinas o entre continentes. En la siguiente visita, el satélite dejaba respuestas a los correos y a las consultas bibliográficas, como un carrito de biblioteca también hoy en vías de extinción. Minutos antes de la cita astronómica, todo el mundo corría y había gritos: “viene el satélite, apurate” “llegó un paquete, llegó un paquete”.
Tengo mucho más que contar sobre esto, como el paquet switching que instalamos en la Comisión Nacional de Emergencia y la forma en que personal de campo en 1991 podía enviar archivos a través de sus walkie talkies, antes de la todopoderosa internet, pero quizás queda para otro día.
La tecnología, el asombro y la nostalgia.
La idea de escribir sobre cambio tecnológico en realidad tiene más que ver con el asombro y con la nostalgia. La tecnología seguirá viniendo, quizás con un ritmo cada vez más veloz, quizás sin darnos tiempo para entender que hubo un cambio, sin avisar quién lo hizo, sin celebrar. No hay fuegos artificiales, ni presentaciones en grandes ferias, a la par del hombre lobo o la mujer que se convierte en serpiente. Ahora casi todo se resume en un numerito en rojo que sugiere actualizar, o en una oferta que llega por email. Pero igual nos queda el asombro, nos queda la nostalgia a diferente plazo, nos queda la seguridad de que en poco tiempo, alguien nos preguntará cómo era eso de los iPad, si es verdad que usábamos teléfonos en la mano, y aparecerán por ahí los aparatos que nos llenaron de sorpresa los ojos y siempre, siempre, a su lado vendrán las sonrisas, los sonidos queditos o explosivos, el rostro de alguien que quisimos mucho.
Apariciones:
Derzu Uzala.
A inicios de los 80, en la mítica Sala Garbo en San José, fui a ver una película ruso-japonesa: Dersu Uzala. Venía de hacer ahí mismo el entrañable ciclo de Marcel Pagnol que dirigió Claude Berri y me quedé con ganas de algo más de aventura, más épico.
Dersu Uzala es la historia de un geógrafo que está cartografiando la cuenca del río Amur y en particular su afluente el Ussuri, en la taiga siberiana. Se encuentra con un personaje, un cazador que es más bien parte de la fauna que le circunda. En una época en la que la ecología era un exotismo, Derzu construye la imagen de un ser de la montaña, de un habitante que comprende y respeta la naturaleza, tal cual ella es. El relato es entrañable y la belleza plástica que consigue construir Akira Kurosawa se lleva muchas veces el aliento.
Busqué muchos años está película y no la conseguía. Siempre con el deseo de volverla a ver, de validar o no lo que sentí en aquella sala pequeña del San José pequeño y pueblerino de los 80. Gracias a una amiga querida, que me presentó una de esas plataformas tecnológicas, la conseguí volver a ver, entre las vicisitudes de hacer coincidir la traducción en inglés o francés, con las voces en ruso, Derzu volvió, y con la mirada abierta del espacio geográfico, el detalle minucioso de lo que se mueve, los colores violentos que taladran retinas y recuerdos.
Catalejo
Circulando por las polvorientas carreteras cubanas, un grupo de esos que se junta por casualidad cósmica, llevaba horas y muchos kilómetros escuchando música. Habíamos pasado por la nueva trova, la trova santiaguera y un período medio furris de bachata tediosa que a saber de donde alguien sacó (no digo que toda la bachata lo sea). Alexei Castro, hastiado del hastío preguntó si no teníamos algo distinto y Enrique Calero dijo “Buena Fe”. Yo no lo conocía, pero Alexei se emocionó de inmediato. Y ahí empezó mi afición por este grupo. Ahora, como he hablado de aparatos y tecnología, pues le toca el turno uno de los mejores aparatos ópticos: El Catalejo.
Aquí se los dejo:
Y bueno, gracias por venir a conversar a mi ventana. Buena nota si aparece algún comentario. Aprovechen el verano, el astronómico del sur que se pasa de caliente, el tradicional de aquí del centro, donde empiezan a brotar las flores de las Llamas del Bosque, y quienes están con frío… buena suerte.
¡Yo soy la chica Derzu Uzala! Qué honor🙏 Gracias stremio Jajjaj💖💖 lindísimo envío, cada vez mejores. Mil abrazos. Co
Hola rolo ..como siempre es un gusto saber de ti. Iba justo a la pega y me disponía como siempre a leer en el viaje en metro ..pero antes le di una ojeada al celular....una ojeada en que uno mueve el dedo automáticamente y cuando levanta l vista ya ha pasado más de 20 minutos ¡¡¡ . Pero bueno un gusto nuevamente encontrarme contigo me da esa sensación de que a pesar de tantos años sin vernos igual me puedo asomar a tu ventana y compartir contigo el paisaje ..gracias querido rolo