Oficios solitarios
La mecánica de esos aparatos entrañaba complejidad y la ignorancia tecnológica de quienes lo usábamos requería alguien con esa especialidad, calificada, indispensable y solitaria
Quiúbole, ¿Cómo anda todo?
Por alguna razón, seguramente una película, recordé cómo me impresionaba cuando entraba a un ascensor y me encontraba con una persona ahí sentada, a cargo de los botones y de nuestros destinos. Era una época distinta, la mecánica de esos aparatos entrañaba complejidad y la ignorancia tecnológica de quienes lo usábamos requería alguien con esa especialidad, calificada, indispensable y solitaria.
Así que este envío lo voy a dedicar a hablar de esos trabajos de rotunda soledad.
Claramente el hecho de estar en una oficina llena de gente no es vacuna contra la soledad. Creo que todo el mundo, algún día, sintió que a su alrededor solo habían océanos de incomprensión y olvido. O simplemente hemos sentido ganas de que nadie nos jodiera la vida.
Pero no es eso, es otro tipo de aislamiento, de soledad. Así que aquí voy. Anécdotas, recuerdos o postales de esas personas y sus mundos inmensos.
Ascensoristas
La primera vez que tuve noción de la soledad en un trabajo fue en el edificio del Poder Judicial en Costa Rica. Entré al cubo del ascensor y lo vi. Ahí sentado, en una silla alta y redonda de madera. Sus pies colgaban y estaba entretenido viendo una revista. No existían los celulares, ni aplicaciones, ni juegos virtuales. El señor pasaba el día entero encerrado en ese lugar claustrofóbico y, para mi, monótono.
Después pensé que quizás habría algún encanto, aunque fuera mínimo, en ver entrar gente distinta y adivinar el piso al que iban. O bien algún entretenimiento secreto, del que yo no tenía ni la menor idea.
Vi muchas veces esa imagen del ascensorista y casi todas coincidieron en el encuadre: ascensores viejos, de paredes desvencijadas, una botonera desgastada, con algunas teclas con el número borrado. Hacían ruido y a veces tenían que apretar varias veces para que se hiciera la conexión. Qué secreto tendrá escondido esa soledad, esos momentos largos sin pasajeros. Juegos ocultos, diálogos con el espejo o la imagen reflejada en alguna parte. No lo sé.
Muchas veces me veo en la imagen del ascensorista solitario, subiendo y bajando, en un espacio ínfimo que se cree el mundo.
Cobradores en el peaje
Yo no sé manejar. Toda la vida he andado en bus, en taxi o de copiloto. Siempre que pasé por un peaje pensaba en cómo sería interactuar con esa persona que pasaba tantas horas sola, metida en un cubículo reducido, mínimo. ¿Qué se puede decir, preguntar o comentar, en un instante tan tremendamente corto?. Más aún, qué hará, para esos hombres y mujeres, un momento especial entre toda esa manada de luces y metal que trae unos bichos variopintos dentro.
He podido atestiguar desdén, sonrisas, buen humor y una completa desconexión, según yo, con esa población efímera que se aparece de esa forma en sus vidas. En mí, lejano espectador de una transacción, se levantan sueños como un número de teléfono, una pícara sonrisa cómplice, un encuentro fortuito después en otro sitio: ¡ah vos sos la chica del peaje! ¿serán tiempos de soledad? o ¿podrá llegarse a un estado acumulativo de personas y microhistorias?
Imagino qué y cuánto habrá en lo íntimo de esas personas que ponen su humanidad todos los días a llenarse de humo y a observar el sol, la lluvia y los atardeceres en un espacio donde las paredes invaden el límite de la piel.
Una costurera en la noche
Yo pasaba todas las noches por ahí. Venía tarde del trabajo, en el último bus que llegaba de San José. Cuando tomaba la curva antes de mi casa había siempre una luz encendida. Escuchaba el sonido de la máquina de coser.
La costurera se veía a través de las cortinas tenues. Rodeada de telas, de hilos, encajes y miles de piezas que nunca supe para qué servían. A veces cruzábamos miradas y nos saludábamos. Siempre una sonrisa espesa, cansada pero soñadora, convencida, amorosa. Ella pasaba muchas horas solitarias en su máquina, pedaleando, haciendo curvas e imaginando el pantalón, la falda, o la camisa. Enfocando en la calidad, la precisión, el buen gusto. Tenía que mandar hijas e hijo a la escuela, y enfrentar la vida de jefa de hogar. Siempre sentí, pasando por ese sitio, el peso de la soledad que tenía ese oficio.
Después estudió, se hizo profesora y muchos de sus sueños se cumplieron. Otros no.
Esa costurera era mi hermana.
Un buzo en las plataformas marinas
En mi nuevo libro, Conversaciones angolanas, uno de los personajes tiene uno de esos oficios solitarios. Es un francés que toma una cerveza, sentado en un banco incómodo, frente a un televisor que pasa un viejo partido de alguna liga europea. Sucede en una pensión en Luanda, en los tiempos duros en que no había hoteles y no era recomendable para nadie salir en la noche. Cecil es un buzo especialista en plataformas petrolíferas. Pasa su tiempo solo, metido a grandes a un kilómetro y medio en las profundidades en el mar. Dice:
—El mar es maravilloso, mon cher, lo vale todo. Me gusta decir que es ahí donde vivo, entre las aguas del Atlántico, las fosas, los colores del océano, los peces grandes y los pequeños. Uno ve de todo y después tiene que salir a este mundo de aviones, polvo y malos olores. Es una mierda. Pero no se puede vivir siempre ahí abajo.
Aprovecho para recordar que la novela ya está publicada y disponible en Argentina, y pronto en Panamá y Costa Rica.
Apariciones
De mis años trabajando en Madagascar siempre me vuelve esta hermosa e intensa canción. Es una letra de añoranza, de soledad y espera, teñida de esperanza y calidez. Aún sin comprender directamente del idioma malgache, es una melodía transportadora.
Esta foto la tomé volando de la isla Mauritius hacia Antananarivo en Madagascar. Pensé en la belleza de la geometría del territorio y en el espacio que puede llenar una sola persona.
Sobre la soledad acompañada: Esta pintura de Hopper me comunica la más profunda soledad en cada personaje. El bartender, sobre todo. Un testigo de vidas que no son la suya.
Para cerrar está belleza musical de Vieux Farka Touré, músico de Mali. Una música que transporta, como una pluma que flotara por la dunas de un desierto acogedor, por la arena africana que nos acuna.
Bueno, chaíto. Despedida desde la calurosa ciudad de Panamá.