Variaciones sobre el café
Bajo aquel gran sol de las diez de la mañana, una cereza de café, al abrigo de su propia sombra, ofrecía una miel dulce y refrescante…
Quiubole, ¿cómo anda todo?
Feliz 2024, mucha esperanza y muchas ganas. ¡Démosle duro a esos propósitos que hicimos en medio de la euforia, la desazón y la esperanza!
Comencé a escribir este envío en Puriscal, al inicio de nuestro querido verano tropical. O sea, días de mucho frío y mucho calor, cuando el viento alisio refresca al final de la tarde, en las noches y en las madrugadas y el sol revanchoso se pone duro en los mediodías implacables y uno empieza a sudar y a moverse despacito.
Todavía se veían muchas matas de café llenas de rojo y los árboles empezaban a colorearse. Enero y febrero estarán llenos de esa variedad cromática, que parece como si la naturaleza fuera una niña pequeña jugando con sus témperas y pinturas de aceite.
Los sabores del café
El café es un tema que me ha acompañado desde que recuerdo. Puedo decir que nací en medio de un cafetal, así que son muchas las relaciones que se han establecido entre los frutos verdes, rojos, dorados, negros recinosos y convertidos en un polvo generoso y fragante.
Esta relación, consolidada en el consumo, me ha llevado por costumbres, orígenes, variedades, formas de preparación y un sinnúmero de aparatos ingeniosos: desde la mítica “bolsa de chorrear” que alguna vez sustituimos por las medias o los pañuelos en algún campamento improvisado, hasta conjuntos de vidrio, émbolos y otros materiales.
Todo empezó con una cereza roja o morada
El cafetal, más que un paisaje o un lugar de trabajo, primero fue un sitio de diversión. Un espacio para correr que albergaba bananos, guayabas, guavas, cuajiniquiles, naranjas y otro tipo de frutas. Luego fue sitio de trabajo infantil, porque era una ocupación de toda la familia.
El primer encuentro con el sabor del café en realidad sería en el mismo cafetal, bajo aquel gran sol de las diez de la mañana, cuando una cereza de café, al abrigo de su propia sombra, ofrecía una miel dulce y refrescante. Hay un néctar que vive en el fruto del café, que comparte su sabor antes siquiera de pensar en el líquido cálido y burbujeante que inundará de olor, sabor y tradición la vida.
Quizás ese néctar fue el que el pastor etíope saboreó junto a sus cabras para descubrir la propiedad generosa del café, ese compañero de desvelos.
Una cereza de café era el mejor dulce, confite, que se pudiera pensar.
El olor del café tostado. Ceremonia del sabor
Era un patio lluvioso y con una humedad fresca, ahí parecía vivir una nube permanente, exclusiva del lugar. Lo dominaba un frondoso palo de mango, de donde llovían los frutos maduros y las grandes gotas que recorrían todo el enramado antes de caer. Bajo el árbol, una piedra de molejón, la valiosa roca granulosa, única para dejar bien afilados los cuchillos y los machetes. Todo invitaba a corretear, a sacarle chispas y terrones a la vida.
De pronto el olor. Violento, penetrante. Te llegaba directo al estómago y al corazón. En el fogón de leña, cubierto por unas latas de zinc, los granos de café ya perdieron la cáscara y el néctar y ahora se tuestan en un comal de hierro. Poco antes estaban cubiertos por una capa última de protección, un pergamino hermoso de color dorado. ¡El grano de oro!
Puestos al fuego, los granos sin el pergamino van cambiando del color verde aceituna y se van oscureciendo. Un aceite inicial les cubre y se ponen brillantes, mientras van tomando un color negro de melanina. Hay que revolver, para que se tueste pero no se queme. El aire penetra entre los granos, oxigena y comparte con la naturaleza circundante el inolvidable olor del café, el testimonio de la transmutación.
De nuevo, antes de soñar infusiones o colados, vapor a presión o reposo, el sabor de café llegó por la nariz, invadió, penetró todos los poros.
Y claro, es el turno de la diosa: el agua…
Cuando el agua está en ebullición y toca los granos molidos del café, hace el milagro. Por el lado del vapor, otro aroma se transmite. Se puede prever la acidez, la fuerza, los sabores ocultos de la tierra y el aire.
De todas las formas para hacer el café, mis preferidas son las generosas, las que distribuyen el aroma lentamente a través de todo lo que circunda. El café se vuelve bebida para dar claridad y encender la piel que lo recibe.
¿Alguien se anima a comentar una taza de café salvadora? Pongo un par:
Me fui a Canadá en 1982, mi primer viaje, una odisea personal y familiar. Mi abuela Eulogia, cuando me fui a despedir, me dio una bolsita del café familiar que cosechaban, tostaban y molían. Tueste claro, que desde entonces es mi preferido. En el frío de Quebec en diciembre saqué mi café y mi bolsita de manta y me hice un café. Aromático, amargo y dulce a la vez. Volvió la tierra, la lluvia, el color verde y sol en su diálogo cromático.
En los años 90, inicios de los 2000, en Chile era imposible conseguir un buen café. Lo siento, pero es así. Esa cosa soluble que se llama NoEscafé era lo único que encontrabas en toda parte. Yo tenía varios días sufriendo de dolor de cabeza, porque venía viajando por lugares donde no había forma de encontrar una bebida pasable. Desesperado, una mañana me fui a caminar por el barrio Providencia. Entonces pasó un verdadero milagro: ¡una cafetería que se llamaba Tarrazú! No solo había encontrado uno de los primeros lugares en la ciudad, según yo, que tenía café de verdad, sino que además era café de mi tierra. Fue como volver al cafetal, al sabor dulce de la cereza, al amargo entretenido del grano tostado cuando se mastica, al aroma bonachón y la textura capaz de curar la mayoría de los males del espíritu.
Un día en el bosque húmedo semideciduo tropical de baja altitud, ¡pues!
En la montaña de Turrubares, en la casa maravillosa de Allan y Damaris, que más que casa es un ecosistema en sí, estábamos esperando la caída final de la tarde. La luz del cenit en esa zona del Valle del Río Turrubares y las estribaciones de la sierra de la Cangreja, tiene un tinte especial. Creo que es por la combinación con la humedad, las neblinas tenues que se levantan a medio metro del suelo y hacen flotar una lluvia con gotas de filigrana que parecen pedir permiso para mojarlo a uno. Entre monos aulladores, quinotos silvestres, música de salsa en la penumbra del terreno montañoso organizado, pasó aquello.
Conversaba con Juli Correa cuando miré su rostro extrañado, como congelado. Juli miraba fijamente la boquilla del termo para el mate. Aquí está pasando algo raro, me dijo. Y así era.
Pendientes de un hilo, apenas visibles, decenas de arañitas pequeñas saltaban a la vida. A su escala, el sol y sus colores, la conversación y la música, y la energía potente de la gente amorosa cuando se junta, debe haber sido un tremendo Big Bang, uno de esos momentos de coincidencia única.
¿Qué será lo catastrófico o lo maravilloso en la escala de un grupo de arañas minúsculas, cuando apenas salen a conquistar el mundo?
Juli y yo nos quedamos contemplando. Hoy como ese día me pregunto cómo se hace para manifestar con transparencia el asombro, para decir sin cálculo, para emocionarse sin atención a las formas, para contemplar, si es lo único que se puede hacer frente a la maravilla.
Esas pequeñas arañitas en el termo para el mate de Juli, nos convirtieron en montañas, vientos poderosos, torrentes y lluvias.
Apariciones
Una vieja canción
Los Bee Gees antes de la música disco. Recuperando algunos de los vinilos que tuve, a los que tuve acceso, encontré este disco que marcó una época de mi juventud. Con frases o estribillos como “you don’t know what is like… to love somebody, the way I love you” o bien “I started the joke”. Celebrando el regreso de los vinilos, acetatos o long plays, aquí una de esas canciones:
Un viejo poema:
Nostalgias de la tierra de uno
Puriscal
la humedad desespera la troja
y el maíz apilado
Respira lento el pulmón de tierra y lluvia
El café recién tostado
se vuelve aliento
y se cuela entre las rendijas
invade la casa
tiñe de nostalgia futura
el zumbido aletargado del día
El abuelo y la cuchara
acarician el aire que debe
fluir entre los granos
al abrigo encarnado del tizón
Coimbra
Muere la oliva en la prensa
milagro del aceite
espeso y verde
que discurre paciente
hasta los cuencos
La fragancia invade
los dominios del aire y el suelo
excita los sentidos
de las parras y los olivares
sacude la modorra de la mañana
y el baile perezoso de las mariposas
se funda el día
La nostalgia es un torrente
de vertientes enlazadas
colores que huelen a tarde
voces y cantos en los poros
como tambores sigilosos
emboscando la memoria
Café y oliva inundan la casa
en Coimbra y Puriscal
forran las paredes
con las ansias de mundo
y la fértil impaciencia
de las brújulas
Puriscal, Costa Rica – Coimbra, Portugal. 2012